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Objetos entre tiempos: Coleccionismo, soberanía y saberes del margen en el Museo de La Plata y el Museo Etnográfico Jens Andermann
Birkbeck College

Álvaro Fernández Bravo
Universidad de San Andrés

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Publicado originalmente en: Márgenes-Margens (Belo Horizonte, Buenos Aires, Mar del Plata, Salvador) 4, 2003: 28-37.




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Sección Antropológica; Moreno, Francisco Pascasio


En el museo, la compulsión del sujeto burgués a reconstruir una soberanía de antemano perdida sobre su entorno encontró en la colección de objetos un dispositivo provechoso para conjurar el vacío develado por la experiencia moderna. A través de la acumulación de bibelots -miniaturas, réplicas en una escala asequible del ingobernable exterior-, fue construida una técnica de Estado: un fetichismo despersonalizado y, por lo tanto, el único verdaderamente dotado de poder sobre los demás (es decir, sobre los visitantes, el público real y virtual). La relación entre los objetos acumulados en el museo y el mundo exterior al que la colección supone representar señala un espacio hueco -acaso más agudo en el contexto latinoamericano- que el museo buscará corregir. El déficit de pasado, la debilidad de la memoria colectiva (que, como señala Susan Sontag en un ensayo reciente, no existe per se y es, ante todo, la instrucción de una memoria colectiva, canalizada a través de la prédica pedagógica estatal como la ejercida desde los museos), la ciudadanía y las fronteras de la subjetividad, emergen en las vitrinas del museo como un problema y una solución. El desconcierto de los letrados finiseculares -el período en el que se establecieron los museos más importantes en la Argentina- encontrará en la colección y en la jerarquía que supone toda clasificación, la esperanza de restablecer un orden trastocado por la modernización. En la transfiguración del deseo crudo, infantil, de acumular en una disciplina de inscripción de los objetos hay, por lo tanto, una ficción sobre el origen del Estado: "Niño aún, -leemos en las páginas iniciales del Viaje a la Patagonia Austral (1879), de Francisco P. Moreno-
la lectura de las aventuras de Marco Polo, de Simbad el Marino y de las relaciones de los misioneros de China y Japón publicadas en los Anales de propaganda Fide, hecha en alta voz en el refectorio del colegio, despertó en mí un vivo deseo de correr tierras. (...) Dos años más tarde, nuevas lecturas despertaron mi afición por la Historia Natural e influyeron a que me decidiera a formar un 'museo'. El camino de Palermo fue puesto a contribución los días domingo, procurándome abundante acopio de cornalinas y jaspes, mientras los empedrados de las calles suministraban magníficos ejemplares de otras rocas."
De los juegos infantiles en el parque construido por Sarmiento sobre las ruinas del rosismo a la Patagonia de los años de la Conquista del Desierto, y de ahí al Museo de La Plata, templo científico en la ciudad-modelo del Ochenta cuya dirección Moreno ejercerá desde su primera fundación en 1877 hasta 1906, se traza pues un relato de iniciación que se postula ejemplar para una élite que se hace cargo del poder precisamente al anexar los bordes en donde Moreno recoge sus "desechos"; relato de fundación de la historia nacional mediante una acumulación de naturaleza que será revocado casi treinta años después (en el límite opuesto del orden conservador) por un relato sobre las genealogías y la tradición. El Museo Etnográfico, fundado en 1904 en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires bajo la dirección de Juan B. Ambrosetti, y el Museo de La Plata serán estudiados aquí como puestas en escena de distintas construcciones de soberanía a través de la incorporación material y simbólica de los márgenes (los nuevos "territorios nacionales" de la Patagonia y el Chaco, en el Museo de La Plata, el Noroeste andino y, parcialmente, las tradiciones orales de la frontera misionera en el Etnográfico) en las que está cifrado un debate científico, estético y político sobre modernidad, cosmopolitismo y tradición. En el mismo sentido, la importación de vastas cantidades de objetos -huesos, dinosaurios, fósiles y rocas en el Museo de La Plata; vasijas, alfarería, tejidos, cultura material en el Museo Etnográfico- desde los márgenes rurales a las ciudades y sus ámbitos científicos de exhibición, implicó una política colonial del Estado: la ciudad tentacular que extendía sus extremos hasta los confines del territorio y encontraba en los márgenes de la nación la materia para ensamblar una tradición consagrada en los centros urbanos. La política de acumular y exhibir como estrategia de apropiación y colonización del interior sólo recientemente anexado al territorio nacional reproduce, en escala nacional y latinoamericana, la acción que otros museos ejercían sobre sus colonias, un imperialismo interno montado sobre la naturaleza y la cultura material en los bordes del Estado-nación. La tradición se alimentó con restos que adquirieron nuevo significado en el trayecto de los yacimientos y ruinas a los salones del museo. Expropiación y representación, entonces, cooperan para producir las autoimágenes exhibidas en cada museo, que se irán definiendo desde el proyecto más "universalista", atravesado por una retórica estatal de modulación antes imperial que chauvinista en el caso de Moreno, hacia las marcas culturalistas y nacionalistas características del Centenario de la Independencia argentina -1910- en el caso del Museo Etnográfico. A su vez, nos interesa la producción de autoridad y autoría que juega en la apropiación que hacen Moreno y Ambrosetti de los fragmentos de distintos tipos de otredad subalternizada y las relaciones entre subjetividad, orden museográfico, narrativa y performance de los objetos que de allí emergen.

Filogenia y Estado




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Membrete del Museo de La Plata; Moreno, Francisco Pascasio


Elevándose sobre una suave barranca a cuyo pie sus contornos se reflejaban en un pequeño lago artificial, la fachada neoclásica del Museo de La Plata, construido entre 1884 y 1888, presidía sobre un conjunto paisajístico hoy parcialmente deteriorado y que incluía, además, a un pequeño jardín zoológico y botánico compuesto exclusivamente por especies nativas y aquellas cuya aclimatización en el país se recomendaba. Muestrario en miniatura y a su vez totalizador de una Argentina concebida como organismo territorial, ubicado en el borde de la flamante ciudad-modelo del Ochenta como para subrayar su modo de contraposición con la llanura circundante, el ensamble con el Museo en su centro proporcionaría la gran alegoría monumental del estado positivista, poder finalmente consolidado sobre la base de un saber inapelable. "Me imagino -afirmaba Sarmiento en 1885, en ocasión de la apertura del primer sector del edificio-
uno de los antiguos campesinos nacidos en estos alrededores donde pacían no ha mucho sus rebaños, secuestrado en su estancia, como patriarca asiático [...] por sus hijos [...] ¡Qué sorpresa si le mostrasen, complacidos, el primer objeto de ostentación, una ciudad obra de ellos creada de todas piezas, mientras crecían los terneros de sus vacas, y por gala y tesoros de presumidas riquezas un Museo como el que inauguramos hoy! Y sin embargo, esta sorpresa está en el semblante de todos los presentes, dado nuestro modo de ser hispano-americano, colonial, argentino, pues todo lo que aquí vemos es extraño a nuestros hábitos y tradiciones."
La imponente colección de grandes fósiles y restos humanos de la Pampa y la Patagonia sobreponía, en la visión del autor de Facundo, a la turbia historia nacional un relato de extensión milenaria sobre la evolución argentina. Desde luego, el museo evitaba cualquier referencia a la edad del cuero que, imaginaba Sarmiento, aún permanecía a pocas leguas de distancia y, en cambio, catapultaba a su inculto visitante en un espectáculo multimedial que, en palabras de su director, "guarda sin solución de continuidad desde el organismo más simple hasta el libro que lo describe".




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Vestíbulo del Museo (lámina 3); Heynemann, Friedrich and Aberg, Henrik


Flanqueando el portal compuesto por columnas corintias, en cuyo vértice se veía una alegoría de la ciencia, obra del escultor veneciano Víctor del Pol, doce nichos con bustos de naturalistas insignes adornaban el frente del edificio. Al entrar, el visitante se encontraba con una rotonda decorada con pinturas al fresco que anticipaban los temas principales de la exposición, realizadas por artistas vinculados con la llamada Generación del Ochenta: tal el caso de "Una cacería prehistórica" y "El rancho indio", de Reynaldo Giúdice, "El esmilodonte" de Emilio Coutaret, o de "Un parlamento indio" y "La vuelta del malón" de José Bouchet


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Ornaments on the ceiling of the upper rotunda, Museo de La Plata; Heynemann, Friedrich and Aberg, Henrik


. El diseño se repetía en la rotonda superior, esta vez con escenas paisajistas de distintos puntos cardinales de la República. Bandas ornamentales y medallones en bajorrelieve recorrían las paredes de escalinatas y salas, mostrando motivos mayas, aztecas e incaicos, así como figuras copiadas de vasos y tejidos diaguitas y mapuches, en función de dar al entorno -en palabras de Moreno- "un carácter americano antiguo, que no desdice con las líneas griegas", fusión de elementos cuyo clasicismo americanista se adelanta, de algún modo, a las propuestas del modernismo o aún las más tardías del Payador lugoniano y de la Eurindia de Rojas.


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Museo de La Plata - primer piso (lámina 2); Heynemann, Friedrich and Aberg, Henrik


Sin embargo, la figura retórica principal del conjunto lo constituía la distribución misma de los salones, ubicados alrededor de dos amplios patios al interior de la planta rectangular a la que se agregaban dos hemiciclos de manera que la sucesión de expuestos representara "el anillo biológico que principia en el misterio y termina con el hombre". De ese modo, el visitante, luego del prólogo iconográfico del vestíbulo, iniciaba su recorrido en la sección geológica y mineralógica, pasando después por los restos fósiles de sucesivas edades terrestres para arribar, finalmente, en las salas dedicadas a la fauna actual de la República. En los patios interiores se exponía un relato paralelo sobre la evolución del "hombre físico y moral", trama que comenzaba a la izquierda con una galería anatómica conteniendo "cerca de mil cráneos y esqueletos [...] de indígenas de la América austral, desde el hombre de la época glacial hasta el indio últimamente vencido" y seguía en el ala opuesta con "los primeros pasos del hombre en la cultura" ilustrados con piezas funerarias y de cultura material pampeanas y patagónicas. En el primer piso, ese recorrido cultural continuaba con pequeñas secciones dedicadas a las misiones jesuíticas y a la cerámica andina, a cuyos costados se encontraban, finalmente, la sección de bellas artes y la biblioteca, punto de llegada y cúpula de la evolución argentina.




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Museo de La Plata: anatomía comparada; Moreno, Francisco Pascasio


Las vastas colecciones del museo que asombraban a los naturalistas extranjeros que lo visitaron a pocos años de su inauguración, habían sido acumuladas en poco más de una década. Miembro fundador de la Sociedad Científica Argentina, cuyo museo particular dirigió desde 1875, en 1877 el joven Moreno donó su colección personal de fósiles y restos humanos excavados, primero, en la estancia familiar adonde fue enviado con motivo de la fiebre amarilla, y luego en sus primeros viajes a la Patagonia, a la Provincia de Buenos Aires, que a cambio se comprometía de fundar un 'Museo Antropológico y Arqueológico' del cual fue nombrado director. El establecimiento abrió sus puertas en forma provisional en agosto del año siguiente en un local alquilado del cuarto piso del antiguo Teatro Colón, ascenso que Sarmiento comparó al camino inverso de Dante en la Divina Commedia, nombrando a Moreno su Virgilio en el viaje infernal por las capas superpuestas de la barbarie americana: "¡Qué historia la que cuentan esas calaveras! Cada grupo representa una época humana [...] contada no por siglos, sino por miríadas." Si por entonces Moreno ya contaba con una pequeña colección de craneología comparada, obtenida por medio de trueque con anatomistas europeos, de algunos objetos etnográficos y de restos fósiles sueltos, es a partir de la anexión militar de la Patagonia posterior a 1879 que el museo comenzará a recibir el grueso de su acervo, destacándose las donaciones de restos humanos por Estanislao Zeballos, en 1889, fruto de la profanación sistemática de cementerios indígenas en su viaje al Río Negro de 1881, incluyendo -se jactaba Moreno- a "varios jefes de renombre", y, anteriormente, la importante colección paleontológica obtenida por los hermanos Ameghino en los yacimientos de Monte Hermoso, al sur de la provincia. Justamente, Florentino Ameghino -quien venía de publicar en París La antigüedad del hombre en el Plata y de exponer en la Exposición Universal de 1878 una colección de antigüedades y fósiles- se convertía por entonces en un importante aliado de Moreno y un grupo de jóvenes egresados de la Facultad de Ciencias Exactas que, tras la federalización de la ciudad de Buenos Aires, comenzó a disputar la autoridad del antiguo Museo Público y de su septagenario director Hermann Burmeister, reclamando su cesión a la provincia y la nacionalización del Museo de Moreno, proyecto que a pesar de ser aprobado por el Congreso de Diputados y el Senado en 1881 fue revocado un año después por el gobierno nacional, haciendo que los jóvenes buscaran la protección del gobernador bonaerense Dardo Rocha, aunque sin modificar las pautas de un proyecto originalmente diseñado para un Museo Nacional.




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Sección de anatomía comparada, sala 15 (lámina 6); Moreno, Francisco Pascasio


La alianza con Ameghino, empero, pronto terminaba con la renuncia de éste a su cargo de subdirector, en 1887, y en amargas disputas por la propiedad de los fósiles que había llevado al museo: antes que en términos generacionales, la división que marcaba el emergente campo científico enfrentaba a partidarios de un museo científico, con colecciones separadas de estudio, y los de una pedagogía cívica que apostaba a los golpes teatrales de efecto. Si Ameghino en privado se molestaba por la inclinación del "charlatán vulgar" Moreno a "montar en costosos armazones enormes piezas que no sirven ni para arrojarlas a la basura", éste insistía en "la necesidad de grandes piezas" para despertar la curiosidad y el asombro de un público que aún habría de aprender cómo visitar un museo. Esto es, como para los educadores británicos de fin de siglo a quienes citaba casi textualmente, para Moreno el museo era antes que nada un instrumento moral para convertir las clases populares en un público, un ámbito de auto-disciplinamiento de futuros sujetos monádicos y adiestrados a mirar:
"Para el pueblo inculto se ha convertido el Museo en un sitio ameno de reunión; respetuoso, observa lo que contiene, se extasía ante una gallina con polluelos, un gato salvaje que sorprende una perdiz, etc., y olvida la taberna que quizá lo lleva al crimen. [...] Así, lentamente, con lo que aprenden los ojos, se cultiva el espíritu del pueblo, y esta es una de las tareas más benéficas de los establecimientos de esta clase."




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Sección antropológica, sala 1 (lámina 7); Moreno, Francisco Pascasio


En una conferencia de 1881, en plena disputa con Burmeister, Moreno ya había formulado los ejes principales de este programa educativo: por un lado, el de una cadena filogénica ininterrumpida "desde el simple protoplasma [...] hasta el último eslabón - nosotros" y, por el otro, un énfasis sin precedentes en la arqueología y antropología argentinas en función de "hacer historia de la pre-historia" y anexar al patrimonio nacional a "nuestros abuelos fósiles", ancestros legítimos ya que "todo, en el Universo, nazca, viva y muera, y que la muerte sea el principio de nueva vida". Por lo tanto, concluía, "ninguna nación tiene una genealogía directa". Reanudar el milenario vínculo con una cultura indígena fosilizada -tal vez, especulaba Moreno, la cuna misma de la civilización planetaria- de la cual el "hombre americano [que] se estingue rápidamente" no sería sino un vestigio atávico, era ofrecer una versión mitológica y convenientemente despojada de violencia de la génesis de un poder estatal constituido sobre la captura y destrucción de la sociabilidad fronteriza, híbrida, que habían compartido, por cierto de manera a menudo violenta, gran parte de las poblaciones indígenas, criollas y mestizas del interior durante la mayor parte del siglo. Haber reinscrito ese momento de imposición estatal y de acumulación primitiva en las pautas narrativas y en la agigantada temporalidad proporcionada por los nuevos saberes imperiales es, pues, el logro más duradero del museógrafo y de su pedagogía que enseña a mirar ese suelo arrasado como un museo potencial:
"un inmenso museo existe en las capas superficiales del suelo de la República; démosle á la luz. Clasifiquémoslo y espongámoslo en un local adecuado, donde la vista de esos objetos ayude á la imaginacion, y entonces el americano de hoy rehará, con visos de verdad, la vida doméstica de los americanos anteriores á Colón."
Tarea que se le facilitaba por la presencia, en el propio Museo de La Plata, de indígenas patagones y fueguinos quienes, deportadas sus tribus y secuestrados sus hijos y familiares, habían sido "rescatados" por Moreno para desempeñarse como guardianes y preparadores (trabajo aceptado sólo por el Yahgan Maish Kensis, cuyo esqueleto, cuero cabelludo y cerebro disecado, no obstante, fueron agregados a la colección tras su fallecimiento en 1894, al igual que los restos de otros indígenas muertos en el museo). Si bien Maish Kensis también cuidaba los hijos de Moreno, quien tenía su domicilio en el primer piso del edificio, en el teatro evolucionista que ambos habitaban los separaba un abismo espacio-temporal sellado una y otra vez por la mirada objetivizadora que enseñaba el museo: "tenemos ya en el Museo -escribía Moreno al ministro provincial de gobierno-
representantes vivos de las razas más inferiores [...] con cuya ayuda se pueden conocer muchos misterios de la prehistoria humana, de los tiempos de la infancia del hombre primitivo. Estos indígenas se ocupan en construir su material de caza, pesca y uso doméstico mostrándonos los procedimientos empleados para vencer en la lucha por la existencia en los rudos tiempos del comienzo de la sociabilidad humana."
El museo, entonces, señalaba que estos tiempos remotos habían llegado a un final abrupto, y que al no convertirse en público, someterse a la disciplina visual de la exhibición, sólo quedaba el atavismo y la muerte.


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Museo de La Plata (lámina 2); Heynemann, Friedrich and Aberg, Henrik


El solar de la raza

Fundado el 4 de abril de 1904 dentro del ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires -que según lo señalara David Viñas, fue creada en 1896 para preservar la pureza lingüística ante la amenaza corruptora de la inmigración-, el Museo Etnográfico comenzó a funcionar a instancias de su primer director y alma mater, Juan Baustista Ambrosetti, arqueólogo amateur, coleccionista y explorador. Vinculado por lazos familiares a la elite porteña -estaba casado con la hermana de Eduardo L. Holmberg que era, junto a Ameghino y Moreno, uno de los triunviros del positivismo científico argentino-, Ambrosetti construyó un museo de aspiraciones menos espectacularmente cívicas que el de Moreno, aunque atravesado también por los conflictos de política cultural del fin-de-siècle, que se agudizarían en la Argentina hacia 1910. De algún modo, el Museo Etnográfico es más arcaico que su predecesor. Concebido en la línea de Ameghino, con quien Ambosetti había trabajado como director de la Sección Arqueología del Museo Público de Buenos Aires, el Museo Etnográfico operó bajo un diseño más próximo al laboratorio o al archivo que al parque temático. Moreno, en cambio, había priorizado las funciones político-pedagógicas y por eso se alejó del Museo de La Plata cuando éste comenzó a depender de la Universidad Nacional de la ciudad. Por el contrario, el espiritualismo característico del Centenario tiñó la actividad del museo dirigido por Ambrosetti desde sus comienzos. Nacido en Entre Ríos en una familia de origen italiano -su padre era un comerciante oriundo de Lombardía y radicado en la provincia en 1830-, Ambrosetti compartía con otros letrados como Ricardo Rojas, su condición de hombre del interior interesado en las tradiciones regionales. En uno de sus libros más conocidos, Supersticiones y leyendas (1917) recopila, como lo hizo Rojas en El país de la selva (1907), la cultura oral del interior del país y en particular de los márgenes: es así como las tradiciones folklóricas de Misiones, de los valles calchaquíes y de la frontera pampeana ingresan en el mundo impreso. La idea del conocimiento de las culturas como una relación expropiativa opera tanto en la producción libresca de Ambrosetti como en el proyecto del museo que dirigiría desde su fundación hasta su muerte, en 1917.

Ubicado primero en un sótano del edificio de la Universidad de Buenos Aires, su actividad estuvo dirigida más hacia la investigación y el acopio de objetos que a la difusión y la pedagogía. La preocupación por la raza, enmarcada en la prédica hispanista y conservadora que se afianza en el nuevo siglo, permite entender la fundación del museo. Su programa no parece completamente ajeno a una visión alarmada del presente, que buscó revisar el éxito del programa inmigratorio desarrollado por la generación del 80 en la Argentina. Es posible rastrear en la misión del museo, interesado en desenterrar el alma de la nación y convertirla en materia de estudio, un eco de los debates sobre el cosmopolitismo que afloraron en la primera década del siglo XX. Los comienzos del museo, según declara Ambrosetti en la Memoria del Museo de 1912, están ligados a al figura de Indalecio Gómez, ministro del interior del segundo gobierno de Roca y latifundista de la provincia de Salta, e impulsor de la institución a partir de su propia colección de objetos de bronce calchaquíes y peruanos. Como otros museos argentinos, el acervo inicial implicó la estatización de una colección privada cuya representatividad es por lo menos discutible. Sin embargo, este fue sólo el paso inicial. El grueso de su patrimonio proviene de las expediciones arqueológicas organizadas desde el propio museo por Ambrosetti, con la colaboración de otros fundadores de la actividad arqueológica argentina como Salvador Debenedetti, sucesor en la dirección del museo, varios miembros de la familia Holmberg y las primeras generaciones de estudiantes de la flamante cátedra de arqueología de la Facultad de Filosofía y Letras. Las expediciones tuvieron lugar durante los primeros años de funcionamiento de la institución y se concentraron en el Noroeste argentino, en un momento en que las tensiones limítrofes con Chile adquirían nueva relevancia. Es en esta región, en particular las provincias de Salta y Jujuy, y en localidades como Tilcara, la Quebrada de Humahuaca y La Paya, donde los arqueólogos realizaron excavaciones y obtuvieron la mayor parte de los objetos que poblaron sus colecciones. El museo entonces, surgió como resultado del impulso de sus fundadores en un contexto de marcada preocupación por la corrupción de la identidad colectiva debido al auge de la inmigración (de la cual ellos mismos eran herederos) y frente a una demanda de mitos locales unficadores, capaces de arraigar a una ciudadanía percibida como peligrosamente cosmopolita. El programa de producción de pasado que articula la labor de Ambrosetti, dedicado a construir un patrimonio cultural que diera testimonio de la antigüedad del hombre argentino y americano, resulta coherente con la posición de su maestro Ameghino, defensor de la doctrina de un origen americano para la especie humana, y aún la idea de que el suelo argentino o algún territorio próximo a él fue la cuna de nuestra especie. Ambrosetti polemizó a su vez, con el arqueólogo sueco Eric Boman, que ponía en duda la antigüedad atribuida por el argentino a las civilizaciones estudiadas en sus excavaciones arqueológicas.

El Museo Etnográfico comienza así enfocado en un margen poco atendido de la Argentina y, del mismo modo que en la literatura obras como Mis montañas (1888), de Joaquín V. González, El país de la selva (1907) y Blasón de plata (1910), de Ricardo Rojas y especialmente, El diario de Gabriel Quiroga (1910) y El solar de la raza (1913), de Manuel Gálvez, su atención se dirige hacia las profundidades de la subjetividad, en un esfuerzo por edificar el Estado cultural con el que muchos de estos escritores dialogaban. Así, el pasado colonial, el interior no contaminado por la inmigración e incluso las culturas indígenas prehispánicas que serían el foco central del Museo Etnográfico, adquieren hacia el Centenario un valor inusitado hasta entonces, percibidas como reserva de una esencia incontaminada. En el caso del museo, la manipulación de objetos hace posible construir un relato relativamente flexible, capaz de ser empleado para proyectar hacia el futuro una nueva raza, producto de la fusión entre inmigrantes y criollos. La intervención del museo permitiría obtener evidencia tangible para una fábula de identidad necesaria para dotar a la ciudadanía cosmopolita de un relato unificador. El Museo Etnográfico puede ser leído en estas coordenadas, como un dispostivo para combatir a los déracinés denunciados por Maurice Barrès -a quien los intelectuales del Centenario leían y citaban- y dotarlos de una genealogía hasta entonces inexistente.

No obstante, aunque el objeto predominante del museo fueran, en principio, las civilizaciones arcaicas del noroeste argentino, sería ingenuo suponer que su intervención se restringió a esa región geográfica y período histórico. Si Moreno empleaba indígenas patagónicos para custodiar los esqueletos de sus propios ancestros, Ambrosetti incluye en uno de los libros donde da cuenta de su expedición arqueológica a la ciudad de La Paya, en Salta, fotografías de los peones empleados en las excavaciones junto a fotografías de las vasijas extraídas de una tumba indígena. ¿Cómo entender la presencia de sujetos contemporáneos junto a los objetos arcaicos? Los objetos permiten aludir no sólo a una cultura extinguida, sino a los habitantes actuales de las regiones exploradas, a los que se les expropiaba su pasado, saqueando sus tumbas, robando sus reliquias y, eventualmente, incluso las supersticiones que oponían a la tarea científica y que serían recopiladas en libro por Ambrosetti. El trabajo del arqueólogo, se lamenta Ambrosetti, choca con las supersticiones y renuencia de los locales a desenterrar reliquias.

"[L]as supersticiones reinantes, heredadas desde siglos, hacen que los habitantes próximos á las ruinas se resistan á la faena de excavación de sepulcros, que ellos suponen, y muchas veces con razón, sean de sus antepasados"
-declara en Ciudad prehistórica de "La Paya", de 1907. Esa resistencia sin embargo, no aparece corregida por la educación o por un discurso capaz de convertir a los sujetos expropiados en audiencia del museo y, eventualmente, en ciudadanos. Por el contrario, la labor científica aparece concebida como construcción de un patrimonio cerrado y una tarea de confiscación, en nombre de la ciencia, de objetos eventualmente desplazados a un ámbito ajeno al de su origen. El Museo Etnográfico operaba así como un museo-biblioteca para especialistas, que archivaba y clasificaba, pero sobre todo textualizaba. En el mismo libro Ambrosetti declara que
"[u]na expedición no debe concretarse á recoger los objetos sobre el terreno y colocarlos á su vuelta en un Museo catalogados sistemáticamente; pasados algunos años todo ese trabajo queda perdido, las piezas pueden deteriorarse, los apuntes extraviarse, los objetos mezclarse (...). [A] la expedición hecha debe seguir la correspondiente publicación".
Así, el museo opera como una tecnología editorial, que vuelve legible el pasado y el territorio y lo ordena en un texto escrito. El libro, sin embargo, parece concebido más como un archivo eficiente que como un recurso difusor de la investigación científica.

El distanciamiento entre museo y público puede pensarse también en relación con los sujetos subalternos locales, aquellos que se resistían a excavar en las tumbas de sus antepasados. Ante la resistencia, sólo resta el recurso del soborno.

"Es de desesperar contra la obstinación de las gentes, pero también es menester tener mucho cuidado en la réplica á fin de poder convencerlos, tocándoles el amor propio, halagándoles con buena paga y regalos suplementarios de coca, alcohol, cigarros, pan y otros mil pequeños obsequios para que la avaricia y el vicio puedan más que la superstición".
La superstición, entonces, puede ser valiosa para exponerla en el museo, pero cuando se interpone entre la ciencia y su objeto, corresponde ahogarla en el vicio. Así el patrimonio sirve sólo en manos del museo (que le añade valor) y su condición de posibilidad radica en la descontextualización y la reubicación de los objetos en un ámbito "científico", donde puede ser estudiado y empleado para construir una subjetividad debidamente calculada, una soberanía fetichista que ordena y exhibe para construir una autoimagen reflejada en el contenido del acervo museal.

Conclusión

Los objetos de la colección dependen así de un ordenamiento que sólo se puede llevar a cabo en el museo, que precisa desenterrar y expropiar para poder devolver, una vez insertos y clasificados los objetos en un patrimonio culturizado, su significado a quienes constituyen su audiencia real o imaginada. Atribuir un comienzo histórico, primero al Estado desde el Museo de La Plata y luego a la nación desde el Museo Etnográfico, supone dos estrategias complementarias: la de colección y clasificación de los objetos que apoyan el relato de la ciencia (origen del hombre en un caso, antepasados de la nación en el otro) y la distinción entre el público -ya sea la formación de una ciudadanía o la de una élite de intérpretes científicos- y los sujetos subalternos despojados de su patrimonio. Si en el museo del Ochenta la preocupación por extirpar a la barbarie lleva a un vaciamiento cultural que es proporcional a la sobreabundancia de "naturaleza" -presente y primordial- en sus vastos salones, el museo del Centenario con su afán por reconstruir una raigambre cultural da cuenta de la ansiedad neurótica que este vacío y sus implicaciones cosmopolitas provocarían en momentos más avanzados del proceso modernizador. La "antigüedad del hombre argentino", tópico compartido por ambas instituciones, llevaba no obstante a conclusiones en parte opuestas, relacionándose en el primer caso a una noción de ausencia y potencialidad pura, y en el segundo a la de una plenitud genealógica y un legado. En ambos casos, sin embargo, la tecnología de sujeción desplegada en el museo distingue entre aquellos para quienes los objetos tienen un significado y aquellos que, próximos a la cultura material apropiada, son incapaces de reconocer su valor y por lo tanto, sólo pueden ser incluidos bajo la soberanía del Estado-nación del otro lado de la vitrina. Los saberes sobre los márgenes del Estado y de la nación, una vez insertos en la tradición, son generadores de nuevas divisiones y jerarquías donde la performance museal produce nuevas fronteras interiores, ahora visibles dentro de las salas del museo: la de aquellos que pueden ver y la de quienes sólo pueden ser mirados.


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